Nayib Bukele asumió como presidente de El Salvador el 1 de junio de 2019, luego de haber ganado las elecciones con el 53,1% de los votos. De esta manera, el frente electoral de Bukele superaba ampliamente las cifras obtenidas por el oficialismo del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) y por la Alianza Republicana Nacionalista (ARENA). Estos dos espacios políticos habían gobernado el país centroamericano en las últimas décadas; la derecha de ARENA había estado representada en el Poder Ejecutivo por cuatro presidentes entre 1989 y 2009, mientras que la centroizquierda del FMLN administró el país en la década posterior. Por esa razón, el día que fue electo presidente, Bukele celebró la ruptura del bipartidismo salvadoreño y hasta se animó a afirmar que, tras 27 años desde los Acuerdos de Paz, El Salvador podía por fin pasar la página de la posguerra civil.
Los Acuerdos de Paz fueron alcanzados luego de años de negociaciones bajo los auspicios de las Naciones Unidas y constituyen un hito en la historia contemporánea de El Salvador. Firmados el 16 de enero de 1992 en la Ciudad de México, esta serie de convenios entre el gobierno salvadoreño y el FMLN apuntaba a poner fin al conflicto armado que venía teniendo lugar desde fines de la década de 1970. Como parte integral de éstos se creó la Comisión de la Verdad para El Salvador, que tuvo a su cargo la producción de un Informe sobre el conflicto. En él se investigaron los graves hechos de violencia ocurridos entre enero de 1980 y julio de 1991, reflejando las “violaciones reiterativas” y las “transgresiones” de los derechos humanos realizadas por integrantes de las Fuerzas Armadas y de la guerrilla, respectivamente.
El Informe, publicado en marzo de 1993, indicaba en su introducción que El Salvador estaba transitando “un camino afirmativo e irreversible de consolidación de la paz interna y de adaptación de conductas para el mantenimiento de un auténtico y perdurable ambiente de convivencia nacional” Treinta años después, este tono esperanzador se reveló acertado sólo en un sentido específico: la violencia armada entre el Ejército y las organizaciones guerrilleras y su saldo de miles de muertes y desapariciones dejaron de ser el eje de la vida social y política salvadoreña. Pero la combinación entre el histórico subdesarrollo, la desigualdad socioeconómica y la incapacidad del Estado de lidiar con los problemas estructurales del país dieron nacimiento a un nuevo fenómeno de violencia social: las pandillas.
El origen de las pandillas
Las pandillas son organizaciones criminales creadas originalmente por la inmigración salvadoreña en Estados Unidos, buena parte de la cual se dirigió allí durante los años del conflicto armado. Lograda la paz, estas organizaciones (entre las cuales sobresalen la Mara Salvatrucha y Barrio 18) se expandieron hacia El Salvador y otros países latinoamericanos. La descomposición social encontrada resultó terreno fértil para desplegar sus células (clicas) y desarrollar sus variadas actividades delictivas (narcotráfico, asesinato por encargo, extorsión, contrabando, etc.). Desde fines del siglo pasado, la respuesta del Estado salvadoreño a este fenómeno creciente incluyó dosis variables de persecución judicial, policial y militar, pero también negociación y pactos. El resultado fue sumamente deficiente: El Salvador ocupa desde hace años uno de los primeros lugares entre los países con mayores tasas de homicidios del mundo.
Desde el inicio de su gobierno, Bukele también desplegó una política de negociación con las pandillas, que incluyó beneficios carcelarios a cambio de reducción de los homicidios y apoyo electoral. Cuando el medio periodístico El Faro publicó la investigación que revelaba estas negociaciones, el gobierno desconoció las evidencias[1]Por el contrario, en marzo de 2022 el propio presidente destacaba el “trabajo combinado de la Policía Nacional Civil y la Fuerza Armada” en haber reducido en un 80% los “homicidios, desapariciones forzadas y otros delitos“ y en haber registrado en febrero el “mes más seguro” de la historia del país desde 1996.
Paralelamente y desde diciembre de 2020, Bukele negó la importancia de los Acuerdos de Paz, calificándolos de “farsa” y de “pacto de corruptos” y achacando la continuidad de las violaciones a los derechos humanos durante la posguerra al bipartidismo del que él, en última instancia, formó parte (Bukele había sido alcalde de San Salvador por el FMLN antes de llegar a la Presidencia y, como tal, también había negociado con las pandillas). En suma, el Presidente aprovechaba las limitaciones de la paz lograda a principios de los noventa y los errores y crímenes de las presidencias anteriores a la suya para presentarse como un presidente fundacional, negando la importancia del conflicto armado, de las negociaciones que condujeron a su fin y de los pactos secretos que mantuvo con las organizaciones criminales (que surgieron en el vacío dejado por el propio conflicto) para la reducción de los homicidios.
Ruptura del pacto y régimen de excepción
El pacto entre las pandillas y el gobierno de Bukele llegó abruptamente a su fin apenas días después del “mes más seguro”. Entre el 25 y el 27 de marzo de 2022, se contabilizó en El Salvador un total de 87 asesinatos; en particular, el 26 de marzo fue el día con más homicidios (62) en todo el presente siglo. La reacción del gobierno no se hizo esperar: el presidente le pidió a la Asamblea Nacional que declare el régimen de excepción la noche del sábado 26 y en pocas horas el órgano legislativo (ya el domingo 27 y con mayoría de integrantes del oficialismo de Nuevas Ideas) actuó en consecuencia sancionando el decreto legislativo nro. 333 por treinta días y renovado mes a mes en diecisiete oportunidades, el último de ellas el miércoles 9 de agosto, un día después de que se cumplieran 500 días ininterrumpidos de esta nueva etapa histórica en el país centroamericano.
El régimen de excepción cuenta con dos problemas de origen:
- El primero es que su aprobación, como lo indica un informe de la organización no gubernamental Cristosal, “no es acorde con el marco constitucional y con las obligaciones del El Salvador en materia de derechos humanos” por distintas razones. La causa que origina la sanción del régimen (el “repunte de hechos violentos”) no justifica por sí sola la existencia de “graves perturbaciones del orden público” invocadas en el decreto 333 ni la correspondiente suspensión de derechos constitucionales. Asimismo, la Asamblea tampoco hizo el análisis de proporcionalidad necesario para justificar la sanción del régimen en su totalidad ni la suspensión de cada derecho concreto, todo lo cual contradice la jurisprudencia y los tratados internacionales adoptados por El Salvador, como el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de las Naciones Unidas.
- El segundo problema del régimen de excepción es que es innecesario para llevar a cabo la lucha contra las pandillas. Esto lo revela con claridad una nota del medio El Faro, al hacerse las siguientes preguntas sobre la decisión adoptada por la Asamblea Legislativa: “¿Acaso no tenía ya potestad la Policía de capturar a pandilleros activos que se encontrasen reunidos? ¿Acaso los allanamientos de las últimas horas, en los que encontraron armamento en casas de pandilleros, no eran ya posibles antes del régimen de excepción? ¿Acaso no han aprobado los jueces, desde hace años, intercepciones a los teléfonos de pandilleros en menos de 24 horas? ¿Acaso las pandillas no están ya tipificadas como organizaciones criminales y la pertenencia a ellas como asociación ilícita para delinquir?”. Las respuestas evidentemente afirmativas a estos interrogantes nos sugieren que el objetivo del régimen trasciende el combate a los crímenes de las pandillas con las que el gobierno de Bukele había pactado hasta marzo de 2022.
En concreto, el régimen de excepción de El Salvador implicó desde su inicio la suspensión de una serie de derechos y garantías consagrados en la Constitución salvadoreña. Estos son el derecho a asociarse libremente; la inviolabilidad de la correspondencia y las telecomunicaciones; el límite de la detención administrativa de 72 horas; y los derechos de las personas detenidas a ser informadas sobre sus derechos y las razones de su detención y a contar con asistencia de defensa. La única modificación significativa realizada en las distintas prórrogas del régimen ocurrió en agosto de 2022, cuando se dejó sin efecto la suspensión del derecho a la asociación libre. Pero desde ya, la presunción de inocencia nunca dejó de verse severamente afectada en la práctica.
El régimen de excepción, en la práctica
En efecto, el régimen de excepción se terminó convirtiendo en un “mecanismo permanente de represión y violación a derechos constitucionales”, en el que la “estrategia operativa principal” fue la “ejecución de detenciones arbitrarias masivas”, como indicó Cristosal al cumplirse un año de su instauración. En ese mismo aniversario y en línea con este planteo, desde Amnistía Internacional se alertó sobre el procesamiento penal y encarcelamiento indiscriminado (más de 66.000 personas); las desapariciones forzadas, torturas y muertes arbitrarias (al menos 132) bajo la custodia del Estado; los tratos crueles e inhumanos; el hacinamiento carcelario; y la criminalización de las personas que viven en la pobreza y sus efectos colaterales (gastos adicionales de la familia ante el encarcelamiento de la persona proveedora, mayores cargas de cuidado en las mujeres, crecimiento del trabajo infantil, etc.). Este era el saldo provisorio que dejaba en El Salvador la coordinación cómplice de los tres poderes del Estado, la confección de un marco jurídico contrario a los estándares internacionales de derechos humanos (que incluyó la sanción de nueva legislación punitiva y hasta una “ley mordaza”)y la falta de adopción de medidas tendientes a evitar su violación sistemática.
Desde fines de marzo se han sucedido distintos eventos que muestran que el régimen de excepción salvadoreño continúa coexistiendo con una ampliación de la escalada represiva y de la impunidad por parte del Estado. En junio, la Fiscalía General de la República archivó 142 casos de muertes en las cárceles. Al mes siguiente, el partido de Bukele avanzó en reformas penales con el fin de facilitar los juicios masivos, afectando las garantías del debido proceso. Por último, el 1 de agosto el gobierno de Bukele dispuso un cerco de siete mil soldados y mil policías que por primera vez abarcaba todo un departamento (el de Cabañas, en el centro-norte del país). Estos episodios se inscriben en un contexto en el que las detenciones continuaron aumentando, alcanzando más de 72.000 casos según cifras oficiales esgrimidas en la última prórroga del régimen de excepción y contribuyendo a consolidar a El Salvador como el país con mayor tasa de población carcelaria en el mundo.
Este es el resultado de 500 días de régimen de excepción dispuesto por el gobierno de Nayib Bukele. Evidentemente muy distinto al que habría derivado de una estrategia de seguridad con prioridad en la prevención y rehabilitación y con reconocimiento a la labor de la sociedad civil y de las personas defensoras de derechos humanos, como se había comprometido a hacer el Presidente ante Amnistía Internacional a pocos días de asumido su mandato.