Este año marcará el 75 aniversario de la firma de la Declaración Universal de Derechos Humanos. El documento, resultado de amplias negociaciones entre los países que formaban la recién inaugurada Organización de las Naciones Unidas, se creó con el objetivo de establecer una serie de acuerdos básicos para garantizar la libertad, igualdad y dignidad de todas las personas.
Es indiscutible que el contexto histórico del momento demandaba esa Declaración en un grito desesperado. El mundo finalmente se enfrentaba a las barbaries cometidas durante la Segunda Guerra Mundial y el impacto del colonialismo continuaba haciendo estragos en vastas zonas del planeta. El movimiento feminista, por su parte, seguía tomando empuje para recorrer el amplio camino que tenía por delante.
El documento traducido a más idiomas del mundo respondió a las demandas impostergables de su época.
Adelantemos el reloj unas décadas y el complejo mundo en el que habitamos nos enfrenta a una nueva encrucijada y otros tantos gritos desesperados, pero también nos presenta con una gran nueva oportunidad.
Algunos de los desafíos son ya conocidos – el creciente autoritarismo que está usurpando gran parte del mundo y la falta de liderazgos mundiales, la crisis climática y la inacción catastrófica de los estados y las empresas, la desigualdad generalizada y los ataques contra personas defensoras de derechos humanos, mujeres y diversidades, entre muchos otros. Pero a ellos se suman otros retos, nuevos y más complejos, como el uso de la inteligencia artificial, o el desarrollo de softwares diseñados para espiar a quienes confrontan al poder, la falta de control sobre algoritmos que promueven mensajes de odio en el espacio virtual con consecuencias en el mundo real, y el profundo impacto del cambio climático en nuestra salud y el planeta, por nombrar algunos.
Estos últimos, sin duda requerirán de nuevos abordajes, y consensos a nivel mundial. Es imperativo que los líderes regresen a la mesa, con el mismo espíritu que los convocó en 1948 pero con la firmeza para implementar una agenda de igualdad y justicia que tenga en cuenta el poder de grandes corporaciones e intereses económicos y la necesidad de incluir en la negociación a quienes defienden los derechos que fueron acordados hace tantos años, y todas las voces que hace más de siete décadas no estuvieron representadas.
Uno de los aprendizajes más importantes durante mis décadas de trabajo lado a lado de comunidades históricamente excluidas e intencionalmente marginalizadas en las Américas, como los Pueblos Indígenas y Negros, las mujeres y personas LGBTIQ+ y quienes enfrentan los estragos de la explotación y degradación ambiental, entre otras, es que, sin ellas, ningún cambio es posible.
Durante la última década, en mi rol de directora para las Américas de Amnistía internacional, tuve la oportunidad de viajar por los rincones más críticos del continente, liderando a equipos de personas investigadoras y activistas, documentando graves abusos a los derechos humanos, incluidos feminicidios, detenciones arbitrarias, desapariciones forzosas, torturas y malos tratos, despojo territorial y otros , ayudando a generar atención sobre lo que enfrentan millones de personas, llevando sus historias a las cortes y, en muchos casos, asegurando justicia.
En estos años, hemos acompañado a miles de personas exigiendo justicia, desde las madres y padres de los estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa, en México, hasta las comunidades de Pueblos Indígenas y campesinas brutalmente reprimidas por las fuerzas de seguridad en Perú. Hemos documentamos casos de crímenes de lesa humanidad en Venezuela, o de detenciones arbitrarias y tortura contra personas que ejercían su derecho a protestar en Chile, Ecuador, Bolivia, Estados Unidos y Colombia, entre otros países. Asimismo, hemos acompañado a las víctimas de la brutal represión en Nicaragua y Cuba, y a miles de personas refugiadas que forman la mayor ola de migración forzada de la historia del continente.
La radiografía de las Américas, la región más violenta y desigual del planeta, es trágica. Al uso ilegal de la fuerza por parte de los Estados para silenciar a quienes exigen rendición de cuentas, la militarización de zonas marginalizadas en intentos fallidos de brindar seguridad, a la censura contra periodistas y personas defensoras de derechos humanos, la violencia de género, el racismo y la inédita crisis de personas refugiadas se suma la incapacidad o falta de voluntad de las autoridades de tomar acción, llevar a los responsables a la justicia, y proteger a quienes sufren abusos.
Pero la historia no termina allí.
Es también aquí, en la región de las Américas, donde los movimientos sociales han enfrentado la historia de violencia con una tremenda resiliencia y resistencia pacífica, marcando hitos importantísimos para el bien de la humanidad. Es en la América Latina de los diversos movimientos feministas que hoy rompen todas las barreas concebibles para que el derecho al aborto sea una creciente realidad, donde si no fuera por el trabajo de miles de personas defensoras de derechos humanos y familiares de víctimas, la justicia no existiría en ningún caso de violencia del Estado, el lugar donde gracias a décadas de lucha incansable, el racismo y sus impactos, finalmente están siendo temas de conversación. Aquí, en el hogar de la Amazonía, la zona más biodiversa del planeta, donde los Pueblos Indígenas históricamente oprimidos, han logrado que pongamos atención a los temas por los que alzan la voz desde hace décadas.
El mundo ha recorrido un largo camino desde la firma de la Declaración Universal de Derechos Humanos, pero algunas de las recetas de entonces todavía pueden acercarnos a las respuestas que necesitamos hoy para abordar los desafíos existenciales que enfrentamos, incluida la crisis de liderazgo global.
Tal como en 1948, nuestro futuro colectivo depende de ello.
Erika Guevara Rosas es directora senior global de Investigación, Incidencia y Políticas de Amnistía Internacional