Como salida de las páginas de un aterrador relato de suspense, la crisis, que parecía haber alcanzado su peor momento en meses recientes, ha sufrido otra escalada tras varias semanas de manifestaciones desencadenadas por la ira y la frustración que genera lo que ya parece un catálogo infinito de problemas.
El lunes, dos días antes de las manifestaciones pacíficas convocadas en todo el país para el 19 de abril, el presidente Maduro ordenó desplegar el ejército en las calles. Dijo que el ejército marcharía “en defensa de la moral” y “en repudio a los traidores de la patria”.
Terror en las calles
En medio de una de las manifestaciones más multitudinarias de los últimos meses, esta “llamada a las armas” del gobierno fue catastrófica: al menos dos personas murieron en circunstancias sospechosas (sumándose a las más de 16 muertes registradas durante las protestas de las últimas semanas) y hubo varios cientos de heridos y detenidos. Aumentaron los indicios de que grupos armados parapoliciales se están tomando la justicia por su mano. Se han convocado nuevas manifestaciones para los próximos días.
Pensaba que vivir (o sobrevivir) en Venezuela había preparado a la población para cualquier cosa. Las interminables estrategias para conseguir dos kilos de arroz o hacerse con medicamentos anticonvulsivos o para tratar la hipertensión arterial nos han hecho a todos expertos en el arte de arreglárselas con lo que hay.
Ahora, la gente debe enfrentarse también al terror mayúsculo de salir a la calle. Viejos y jóvenes temen poner el pie fuera de sus casas, participar en manifestaciones pacíficas o quejarse de lo que hay que hacer para sobrevivir aquí.
Si sales a la calle para ejercer tu derecho humano a expresar lo que opinas, podrías ser atacado con gas lacrimógeno (incluso desde helicópteros), golpeado, encerrado durante años en prisión sin el debido proceso o incluso alcanzado por disparos de grupos paramilitares que, aunque no están reconocidos por las autoridades, ya actúan sin control por todo Venezuela.
Las autoridades utilizan hábilmente la violencia ejercida por algunos manifestantes para justificar la represión generalizada y perpetuar el discurso del “nosotros frente a ellos” que tanto ha perjudicado a nuestro país. No hay más que salir a la calle para respirar el miedo.
La represión y la violencia en las manifestaciones no son una novedad en Venezuela; en 2014 perdieron la vida más de 40 personas, entre ellas al menos 6 miembros de las fuerzas de seguridad. Más de 650 personas resultaron heridas y hubo más de 2.000 detenidos. La impunidad ha sido generalizada.
Muchos, tal vez ingenuamente, pensaron que eran episodios aislados. Nosotros creímos que el país aprendería de su historia reciente; sin embargo, en las últimas semanas, una nube de incertidumbre y violencia ha vuelto a ensombrecer el panorama en Venezuela. Día tras día nos despertamos con noticias de nuevas manifestaciones seguidas de imágenes escalofriantes de enfrentamientos violentos entre los manifestantes y las fuerzas de seguridad.
Desde que arrancó esta nueva ola de manifestaciones el 4 de abril, hemos visto crecer las tensiones a diario. Parece como si la gente no tuviera nada que perder, y en muchos casos así es.
Lo que empezó siendo una sucesión de protestas normales por la situación política y humanitaria del país y en contra de la resolución de la Corte Suprema —ya anulada— de “prohibir” el Congreso no tardó en transformarse en algo mucho más preocupante.
Al tercer día nos encontramos acogiendo a manifestantes heridos en el vestíbulo del edificio donde vivo; allí, mi familia y yo prestamos primeros auxilios a mujeres y hombres contusionados y doloridos, frustrados y agotados por la realidad de la vida diaria en Venezuela.
Vi como se lanzaban botes de gas lacrimógeno desde helicópteros mientras el presidente Maduro, hablando desde Cuba, intentaba tranquilizar a la población diciendo que “Venezuela está en paz [...] y pequeños focos violentos [...] fueron hoy neutralizados”.
Sus palabras contrastan claramente con la realidad sobre el terreno; en sólo una quincena, al menos siete personas han muerto en las protestas y varios cientos han resultado heridas.
A los pocos días de la primera oleada de protestas, el Ministerio Público de Venezuela anunció una investigación para encontrar a los responsables de los homicidios. Pero este esfuerzo en favor de la justicia y la rendición de cuentas no debe ser un mero ejercicio para salvar las apariencias, sino un compromiso genuino con el pleno respeto y la protección de los derechos humanos, en el que las personas con opiniones diferentes a las del gobierno no sean calificadas de enemigas y los autores de violaciones de derechos humanos comparezcan ante la justicia.
Sobrevivir, una lucha
El trágico contraste entre la Venezuela que describen las autoridades y aquella en la que realmente vivimos es tan marcado que cuesta explicarlo. El presidente Maduro habla de un país en paz, donde la gente recibe alimentos distribuidos por camiones que financia el gobierno, la población infantil asiste felizmente a la escuela,sin desmayarse en clase por no tener nada que comer en casa, y los hospitales están perfectamente abastecidos y prestan a sus pacientes la mejor asistencia posible.
Pero todo esto es mera ficción, en la línea de la celebrada tradición latinoamericana del realismo mágico.
Muy al contrario, la Venezuela en la que yo —como varios millones más— me despierto cada día es un verdadero laberinto donde comprar los artículos más básicos se convierte en una misión casi imposible.
“¿Cómo sobrevive la gente en Venezuela?”, me preguntan muchos. Todavía no he sido capaz de encontrar una respuesta.
Pero una cosa sí es segura: la actitud de las autoridades venezolanas de “mirar para otro lado” ante la crisis ya no funciona. Esconderse tras un velo de propaganda y hacerse la víctima de un oscuro plan internacional para desestabilizar el país no sirve a nadie para comer y conservar la salud en Venezuela.
Ha llegado el momento de que todas las instituciones del Estado cumplan con sus obligaciones y trabajen en favor de todas las personas que viven en el país.
Nadie sabe cuánto tiempo podremos aguantar así, pero lo cierto es que se puede y se debe hacer algo para impedir que nuestro país se precipite a un abismo sin retorno.