Por Salil Shetty, secretario general de Amnistía Internacional
El monte bajo y el desierto del estado de Coahuila, al norte de México, son la última parada de los migrantes centroamericanos antes de intentar cruzar la frontera con Estados Unidos.
Cuando llegan a Saltillo, la capital de Coahuila, ya han hecho un peligroso viaje de casi 2.000 kilómetros. Por el camino, muchos de estos hombres, mujeres y niños sufren agresiones, atracos y secuestros a manos de bandas de delincuentes. También hay informes de extorsión y malos tratos por agentes de policía y de inmigración. Lo trágico es que algunos migrantes mueren antes incluso de llegar hasta aquí.
No hay cálculos exactos del número de migrantes que entran a México así, sin documentos, procedentes de Centroamérica. En 2012, las autoridades de inmigración mexicanas detuvieron a 85.000 migrantes, la mayoría centroamericanos. Mientras, las estadísticas oficiales de México cifran el total en 150.000 anuales, pero las organizaciones de la sociedad civil sugieren que la verdadera cifra se acerca más a los 400.000 al año.
Para saber de primera mano lo que estos hombres y mujeres pasan en su viaje, visité un refugio en Saltillo. El lugar, dirigido con dedicación por activistas laicos y religiosos católicos, ofrece a los migrantes un lugar seguro donde recuperarse de las penalidades que han sufrido.
Jhonny, de 24 años, es uno de los muchos centroamericanos que ha recorrido México con destino a Estados Unidos, donde espera encontrar una vida mejor. Jhonny salió de su casa en Honduras hace tres meses escapando de la violencia galopante de su país. Por el camino encontró a Rosa, que hacía el mismo trayecto con sus dos hijos.
Viajaron juntos en tren desde Chiapas, en la frontera con Guatemala, a Veracruz, a unos 900 kilómetros al norte, en la costa del Golfo en el centro de México.
Fue un viaje peligroso. Elegían los lugares del trayecto en que los trenes iban despacio para poder trepar a los vagones de mercancías sin caer bajo las ruedas. Cuando todos estaban agarrados a los lados del vagón, Jhonny era el primero que trepaba por la escalerilla hasta el techo y Rosa le alcanzaba a los niños y después subía ella.
El peligro aumentaba a medida que se acercaban a Veracruz. En ciertas estaciones, las bandas abordaban los trenes y les exigían un “peaje”. “El precio eran 100 dólares por estación”, nos dijo Jhonny a mí y a mis colegas de Amnistía Internacional. “Nos amenazaban. Decían que nos retendrían hasta que llamáramos a un familiar para gestionar el pago. Si no podías pagar, te arrojaban desde el techo del vagón”.
Jhonny consiguió esconderse dentro de un vagón de mercancías vacío y pudo bajar del tren, pero se separó de Rosa y los niños y no los ha vuelto a ver. Teme que no hayan tenido tanta suerte como él.
Nada menos que 20.000 migrantes son secuestrados cada año en situaciones como esta. Los secuestros son un negocio lucrativo: proporcionan a las bandas de delincuentes unos 50 millones de dólares anuales, según la Comisión Nacional de Derechos Humanos de México.
El secuestro para obtener rescate no es el único peligro. Los profesionales de la salud informan de que nada menos que seis de cada diez mujeres y niñas migrantes son violadas por el camino. Y los activistas reiteran su preocupación de que las mujeres y niñas secuestradas son más propensas a caer en las redes de tráfico.
Las bandas de delincuentes no son la única fuente de abusos. Tras decidir que viajar en tren era demasiado peligroso, Jhonny fue en autobús de Veracruz a Saltillo. A las afueras de San Luis Potosí, dos hombres y una mujer subieron al autobús y exigieron a todos los pasajeros sus documentos de identificación.
“Tres de nosotros no teníamos papeles. Los agentes comenzaron a gritarnos: ‘Rápido, rápido, quítense los zapatos, vacíen los bolsillos. Nos tienen que dar 500 pesos. Si no pagan, los entregaremos a inmigración’. Me registraron y me despegaron la plantilla de los zapatos para ver si tenía dinero escondido debajo. Se llevaron todo mi dinero, además de mis zapatos”, contó.
Jhonny se refiere a ellos como policías, pero no lo sabe seguro: no estaban uniformados y no se identificaron ni llevaban placa. Sin embargo su versión coincide con los informes de grupos locales de derechos humanos, que han documentado la extorsión sistemática de los migrantes por la policía federal y municipal y por agentes de inmigración.
“A pesar de todas las penalidades que dejábamos atrás, la verdadera pesadilla es el viaje a través de México”, concluyó Jhonny.
México plantea con razón la cuestión de los malos tratos que sufren sus ciudadanos a manos de los agentes de inmigración y funcionarios encargados de hacer cumplir la ley en Estados Unidos, pero debería tener el mismo planteamiento en lo que respecta a la seguridad y la dignidad humana de los migrantes y refugiados que cruzan sus fronteras.
Los agentes estatales y federales deberían comenzar por lo más obvio. Para empezar, podrían reforzar la actuación policial para mejorar la seguridad pública en las zonas donde se sabe que los migrantes son objeto de secuestro, extorsión y malos tratos y en sus alrededores. “Es preciso mejorar la seguridad en las estaciones de ferrocarril”, sugirió Oscar, otro joven hondureño con el que hablé en el refugio.
Por otro lado, deben investigar y procesar a los miembros de bandas criminales y funcionarios públicos responsables de abusos contra los migrantes. Esta tarea es más difícil debido a la indiferencia, la negligencia y la abierta hostilidad que muchos funcionarios estatales han demostrado hacia las víctimas de violaciones de derechos humanos de cualquier tipo.
Si México no cumple con sus obligaciones para con los migrantes, se arriesga a que sus peticiones de que se trate mejor a sus propios ciudadanos que viajan a Estados Unidos sin documentos sean calificadas de interesadas. Con su actitud, está exacerbando la desconfianza entre migrantes y ciudadanos por igual, que ven al Estado con una combinación de cinismo y resignación y siempre esperan que haya corrupción y complicidad oficial.
La actitud de México de seguir sin respetar los principios básicos de dignidad humana y protección frente a la violencia es una mancha en su historial y no beneficia más que a los delincuentes que tratan de sacar provecho del sufrimiento humano.