De Valquiria
*Este artículo de opinión se publicó originalmente en Daily Beast.
El gobierno de Trump asegura que ha dejado de separar a las familias que buscan protección y que está haciendo todo lo que puede para reagrupar a las que siguen separadas. Me encantaría creer que es verdad, pero me cuesta tener esperanza.
Hace un año, el Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos me robó a mi hijo de siete años y me encerró en una cárcel para inmigrantes en Texas. No me dicen cuándo volveremos a estar juntos.
Yo no he cometido ningún delito.
Mi hijo y yo huimos de Brasil tras recibir repetidas amenazas de muerte de traficantes de drogas que colaboraban diariamente con la policía local. Dijeron que nos matarían fuéramos a donde fuéramos en Brasil, y que lo harían “sin piedad” si pedíamos ayuda a la policía. Vinimos a Estados Unidos para solicitar protección frente a la persecución en nuestro país natal. Actuamos conforme a la legislación estadounidense y solicitamos asilo en un puesto fronterizo oficial en El Paso, Texas.
Estuvimos juntos una sola noche; al día siguiente se lo llevaron. Les rogué que no nos separaran. Me dijeron: “Tú no tienes ningún derecho aquí, y tampoco tienes ningún derecho a quedarte con tu hijo”. Procuré no llorar y le pedí a mi hijo que fuera fuerte mientras él gritaba que no se lo llevaran. Tenía miedo de que le hicieran daño, o de que me lo hicieran a mí. Me suplicó que no dejara que se lo llevaran, mientras yo sólo podía mirar impotente y pedir a Dios que cuidara de él. Ni siquiera sabía a dónde se lo llevaban.
Me quise morir. Me arrancaron el corazón, y mi mundo se acabó. No saber dónde está tu hijo es la peor sensación que puede tener una madre. ¿Cómo no va a tener una madre derecho a estar con su hijo?
Los agentes de fronteras me dijeron que a mi hijo lo llevaban a un albergue para uno o dos días. Pero cuando llegué aquí, vi que era una cárcel. Pasé 15 días detenida hasta que al fin pude hablar con mi hijo. Ahora ya está a salvo con mi esposo en Boston, pero nuestra familia sigue dividida, a pesar de que no he cometido ningún delito.
Soy una de los miles de personas a las que el gobierno de Estados Unidos separó de sus seres queridos y posteriormente dejó olvidadas, y a las que los tribunales no han reunido con sus hijos. Aquí, en el centro de tramitación de solicitudes de El Paso, he conocido a muchas otras madres en la misma situación que yo, separadas de sus hijos tras solicitar protección. Mi abogado me dice que aún es posible que los tribunales nos reagrupen, pero aquí sigo atrapada en detención.
Me perdí su octavo cumpleaños en noviembre. Cuando hablé con él me preguntó cuándo volveríamos a estar juntos; sigue sin comprender por qué no estoy con él, y piensa que lo he abandonado. Mi esposo dice que el niño se queda mirando fijamente la puerta, esperando que yo aparezca. Sólo puedo permitirme llamarlo una vez a la semana, porque usar el teléfono cuesta un dólar el minuto, que es lo que gano al día limpiando esta cárcel. Cada vez que hablamos revivo el trauma de nuestra separación.
Sólo uso mi nombre de pila por las amenazas que he recibido en Brasil y por si —a pesar de esas amenazas— me obligan a volver allí.
A pesar de los horrores que vivimos en nuestro país, me pregunto qué es más insoportable: huir de la persecución allí o buscar seguridad en Estados Unidos. Es una cruel elección, y una imposición innecesaria a personas que sólo quieren vivir en condiciones seguras y que no han cometido ningún delito.
Si el gobierno de Estados Unidos tiene la firme intención de poner fin a estas políticas, que me deje estar con mi hijo mientras se resuelve nuestra solicitud de asilo. No representamos ningún peligro. El único peligro es el que yo corro si me obligan a volver a Brasil sin mi familia.