Después de sesenta años, y en el otro lado del mundo, Judy Kepecz-Hays aún recuerda la sensación de miedo:
“Caminábamos por el bosque hacia la frontera. Mi mamá me dijo que no hiciera el menor ruido”, recuerda.
“Hubo casos de bebés que murieron asfixiados accidentalmente mientras sus padres intentaban sofocar sus llantos para que no alertaran a los soldados.”
A principios de noviembre de 1956, poco después de la brutal represión de la breve revolución húngara, Judy Kepecz-Hays tenía seis años y huía de Hungría con sus padres, su hermano de 3 años y su hermana de 18 meses.
“Recuerdo que un día le pregunté a mi madre qué era ese líquido rojo que se veía en las cunetas.”
La familia escapó de Budapest dejando casi todas sus pertenencias allí, pues cualquiera que llevara una maleta despertaba sospechas. Judy no pudo despedirse de sus abuelos, a los que ninguno de ellos volvió a ver. Tomaron un tren hasta un pueblo situado junto a la localidad de Szombathely, cerca de la frontera con Austria. Desde allí cruzaron la frontera andando por el bosque.
Al llegar a Austria, los llevaron a un gran campo de refugiados donde vivieron durante tres meses y medio.
“La gente era muy amable. Nos recibieron y nos dieron la bienvenida”, cuenta Kepecz-Hays.
“Los niños del campo íbamos a la escuela local todas las mañanas. Nos hicieron sentir muy seguros. Muy bienvenidos.”
Kepecz-Hays y su familia fueron de las 200.000 personas refugiadas que huyeron del país en los meses que siguieron a la revolución, que había comenzado el 23 de octubre. En esa fecha, cientos de miles de personas se echaron a la calle para exigir derechos civiles y políticos, pero al día siguiente los tanques soviéticos entraron en la capital.
En las semanas siguientes, los enfrentamientos entre los mal equipados “revolucionarios” y el poderoso Ejército Rojo se saldaron con miles de muertos. Hubo cientos de ejecuciones sumarias por participar en el levantamiento.
Austria, que recibió al 90% de los refugiados, aún estaba recuperándose de la devastación de la II Guerra Mundial. Como la mayoría de los países europeos en ese momento, no estaba bien preparada para la súbita afluencia de personas refugiadas, pero a pesar de la magnitud de la crisis humanitaria que se desarrollaba a sus puertas, proporcionó refugio, ropa y alimentos a todas las personas que llegaron. A los niños y las niñas se les brindaron cuidados y acceso a la educación.
Ya a comienzos de noviembre de 1956 se enviaron a la ONU y sus miembros peticiones de ayuda, con arreglo al espíritu de la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951.
Los Estados aunaron fuerzas y, durante el año siguiente, casi 40 países se unieron para ayudar a atender a las personas refugiadas que habían llegado a Austria y Yugoslavia.
En Europa, la mayor parte de los refugiados húngaros fueron reasentados en Reino Unido, Francia, Alemania, Suecia o Suiza, países cuya nacionalidad obtuvo más tarde la mayoría de ellos. Otros fueron reasentados más lejos, en Australia, en Canadá o, como Kepecz-Hays y su familia, en Estados Unidos.
La bienvenida que recibieron las personas refugiadas de Hungría hace 60 años contrasta claramente con la forma en que se recibe hoy a las que huyen de la guerra y la persecución en países como Siria, Sudán del Sur, Afganistán e Irak.
Algunas de estas personas refugiadas y solicitantes de asilo tratan de alcanzar el norte de Europa siguiendo la ruta de los Balcanes, pero al llegar a Hungría, leyes cada vez más duras y vallas con alambre de cuchillas hacen que esto sea casi imposible.
Más de 6.000 personas están atrapadas en Serbia en abarrotados centros o campos informales, esperando entrar en Hungría. Con el invierno a la vuelta de la esquina, más de 1.500 duermen a la intemperie en Belgrado y en la frontera, temiendo lo que les deparará el futuro.
Muchas personas solicitantes de asilo, entre ellas menores no acompañados, sufren violentos abusos, expulsiones ilegales y detenciones ilícitas a manos de las autoridades húngaras y de un sistema claramente concebido para disuadirlas. Y las pocas que logran entrar en Hungría reciben una dura bienvenida: muy pocos niños y niñas pueden asistir a la escuela y a los hombres a menudo los detienen.
En un referéndum que se celebró este mes, una abrumadora mayoría de húngaros votó contra el sistema de cuotas de reubicación de la UE. Incluso aunque el referéndum se declare nulo debido al bajo índice de participación, el hecho de que se convocara pone de relieve el preocupante trasfondo de xenofobia contra las personas refugiadas y migrantes que existe en el país.
Siempre que salen a la luz las evidentes vulneraciones del derecho internacional perpetradas por Hungría y su vergonzoso trato a las personas refugiadas y solicitantes de asilo, su primer ministro, Viktor Orbán las pone como ejemplo a seguir para otros países.
Tristemente, otros países europeos las han seguido y han centrado todos sus esfuerzos en mantener fuera de su territorio a quienes llaman a su puerta, en lugar de ofrecer protección a quienes más la necesitan. Y, al no abordar las violaciones de Hungría ni condenar la retórica de odio de sus dirigentes, los gobiernos europeos y la Comisión Europea no están haciendo suficiente para aliviar el sufrimiento de las personas refugiadas y solicitantes de asilo.
La obstinada renuencia de los gobiernos europeos a reconocer su responsabilidad política, cuando no histórica, de proporcionar protección a los actuales refugiados es una vergüenza. No se puede permitir que la crisis política que atraviesa hoy Europa desvíe la atención de las soluciones prácticas que requiere la tarea de abordar las necesidades de las personas refugiadas.
Sesenta años después de huir de Hungría, a Kepecz-Hays, que es agente inmobiliaria en Florida, le conmueven profundamente las imágenes de personas refugiadas que huyen de guerras o conflictos. “Me recuerdan mi experiencia y me parte el corazón verlas. Mis padres no sabían lo que iba a suceder en Hungría. Sólo querían una vida mejor para sus hijos. Eso no ha cambiado. Da igual quién seas o de dónde vengas.”
Este artículo fue publicado por primera vez en la revista Time.