Aunque está ausente en el debate sobre el cupo femenino en el Congreso, hay información que podría orientar las decisiones.
Por Lorena Moscovich
grupo de personas preparábamos un evento. Estábamos en el ensayo general. Cada uno de los oradores expondría una idea. Mariela Belski, directora de la filial Argentina de Amnistía Internacional, mostraba en su presentación imágenes del subte y de la calle donde las mujeres estaban borradas, aparecían como figuras en blanco. La analogía era poderosa: si es raro verlas borradas de nuestras escenas cotidianas, ¿por qué no nos llama la atención que estén borradas de muchas de las instituciones importantes del país?
El objetivo del ensayo era que todos opináramos para mejorar las charlas, para hacerlas claras y comprensibles. Alguien señaló que a Mariela le faltaba explicar por qué debería haber mujeres en esos lugares. Sorpresa. ¿Qué había que explicar? ¿De verdad no era evidente?
Dos semanas después, la discusión sobre la posible ampliación de la cuota de género en el Congreso está mostrando que aquello está lejos de ser obvio para mucha gente. Periodistas, académicos y legisladores, formadores de opinión rechazan la ampliación de esa cuota sin dar razones claras para hacerlo.
Son personas que no discutirían que es aceptable la protección legal de los trabajadores en virtud de su asimetría respecto de los empleadores. O que, con razón, se indignan cuando un funcionario sale a decir de manera liviana que las mujeres se embarazan para cobrar un plan social, sin mostrar ninguna evidencia. En una suerte de salto lógico, estas mismas personas no reconocen la asimetría de la situación de las mujeres cuando en ocasiones apelan a un universalismo abstracto para justificar su oposición a las cuotas. "Cada uno debe ganarse el lugar según su mérito", dicen, como si partir de una situación de histórica desventaja no limitara severamente las chances de las mujeres de ganar esos lugares. O, con la misma falta de fundamento que aquel funcionario, afirman que "las cuotas no sirven para nada".
Las instituciones son imperfectas, no aseguran resultados pero crean oportunidades. ¿Más mujeres es mejor? ¿Mejor para quiénes? ¿Las cuotas son efectivas? ¿Cuál debería ser el umbral del porcentaje de mujeres exigido? ¿Cuánto tiempo se necesita para conocer los efectos de una norma? En este tema y en otras cuestiones de política publica se discute y se decide mejor a partir de la evidencia, previamente disponible o generada con ese fin. Existe mucha y buena evidencia sobre las cuotas de género en la Argentina, producida por académicos locales y de otros países.
En primer lugar, los efectos de una ley están condicionados por su contenido. La politóloga Mariana Caminotti analizó las leyes de género de las provincias y mostró que las normas más estrictas en su regulación resultan en un mayor número de mujeres en las legislaturas.
Además, los resultados de las leyes están condicionados por las normas y prácticas que afectan su aplicación. Otras colegas como Débora Lopreite o Susan Franceschet y Jennifer Piscopo demostraron que las lealtades partidarias pueden limitar las alianzas entre las legisladoras. Menos mujeres pero con alianzas estratégicas entre sí pueden conseguir más resultados, sugiere Tiffany Barnes, de la Universidad de Kentucky. Algunos esquemas federales pueden facilitar la aprobación de las leyes en el nivel nacional, pero dificultar su implementación en las jurisdicciones. Sin embargo, a veces las provincias, lejos de ser puntos de veto, son fuente de innovación de políticas públicas.
Mejor para todos
¿El número de mujeres por sí solo garantiza mejores resultados de política pública o se necesitan "interruptores" que activen sus efectos? Sugiero que la democracia puede ser uno. Junto con John Polga, analizamos los efectos de la dimensión legislativa y burocrática de la representación de género en los años de escolaridad de las personas en las provincias argentinas. Uno de los principales hallazgos es que más mujeres en los cuerpos legislativos es mejor para todos, incluidos los varones. Otro resultado es que las burocracias no ayudan a lograr mayores niveles de igualdad de género, a menos que las provincias tengan mayores niveles de competencia electoral.
Los científicos trabajamos con evidencia; los políticos tienen otra misión: arbitrar entre intereses conflictivos y fijar prioridades para el gobierno, tratando de que esas prioridades beneficien a la mayor parte de la gente y no representen un daño intolerable para el resto.
El politólogo Robert Dahl sugería que en las democracias contemporáneas la búsqueda del bien común no tiene propósito. Sería difícil coincidir sobre los fines, y aun así, restaría acordar sobre los medios para alcanzarlos. La ausencia de un ideal normativo y, de manera más modesta, de una única y perfecta solución relativa a la postergada equiparación de las mujeres en los roles de decisión subraya la importancia de que cada actor en esta discusión asuma su responsabilidad.
El gobierno debe fijar prioridades respecto del género y arbitrar los medios para alcanzarlas. Por ejemplo, situar los temas de género entre las líneas de investigación prioritarias en el sistema científico para estimular la generación de evidencia y así tomar decisiones fundadas en datos. A los científicos les toca producir esas investigaciones. Y en general, a todos los que tenemos la oportunidad de ser escuchados en el debate público nos corresponde formarnos una opinión de manera fundada y exponer los argumentos que distinguen nuestros juicios de nuestros prejuicios.
La autora es politóloga y profesora de la Universidad de San Andrés
Link a la nota de La Nación