A Nagaenthran K Dharmalingam, que se halla en el corredor de la muerte en Singapur, le quedan pocas opciones.
Durante los últimos meses, la suerte de este ciudadano malayo de 34 años, que va a ser ejecutado en la horca por delitos relacionados con las drogas, ha atraído la atención internacional. Desde expertos de Naciones Unidas hasta el multimillonario británico Richard Branson —que tuiteó que este caso dejaba al descubierto los “fatídicos defectos” de la pena de muerte—, pasando por gente de todo el mundo, miles de personas han pedido que se suspenda esta ejecución.
Suscitó indignación colectiva el hecho de que a pesar de que los peritajes médicos concluyeran que Nagaenthran tiene una discapacidad intelectual, se informara a su familia de que las autoridades de Singapur habían programado su ejecución para el 10 de noviembre. La preocupación aumentó cuando su familia informó de que, cuando lo visitaron en prisión, su salud mental se había deteriorado significativamente y parecía no entender del todo lo que le estaba sucediendo.
El órgano de la ONU que vigila el cumplimiento de la Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, en el que Singapur es Estado Parte, ha declarado que la imposición de la pena de muerte a personas cuyas discapacidades mentales e intelectuales puedan haber impedido su defensa eficaz está prohibida.
En un giro inesperado de los acontecimientos, la vista de apelación de Nagaenthran se aplazó cuando éste dio positivo en la prueba de COVID-19. No obstante, es de suponer que ya se ha recuperado y que su vida vuelve a estar en peligro. La vista de apelación se ha fijado ahora para el 24 de enero y, al habérsele negado otros recursos legales, esta podría ser la última oportunidad de salvarse de la ejecución.
Todavía hay tiempo para que Singapur cambie de rumbo e impida esta parodia de justicia. Las autoridades deben garantizar que la vista de Nagaenthran es justa y deben detener su ejecución, que sería ilegal según en el derecho internacional, habida cuenta de las numerosas deficiencias que presenta su caso, entre ellas que la pena se le impuso como castigo preceptivo y por un delito que no alcanza el umbral de los “más graves delitos” a los que, según el derecho internacional, debe limitarse el uso de la pena de muerte.
La discapacidad intelectual y el estado de salud mental de Nagaenthran siguen siendo un factor significativo que puede haber afectado gravemente a su derecho a un juicio justo, incluida una defensa efectiva, hasta estas últimas etapas críticas.
Su discapacidad intelectual también puede haber afectado a su capacidad de comunicar su conocimiento de información relevante y a su colaboración con las autoridades, por ejemplo, cuando fue interrogado por agentes de la Oficina Central de Narcóticos de Singapur, sin la presencia de asistencia letrada, tras su detención en 2009 por introducir en el país 42,72 gramos de heroína.
Esto, a su vez, podría haber tenido que ver con la información que facilitó para lo que se conoce como certificado de ayuda, que es necesario para que se aplicaran en Singapur potestades discrecionales a la hora de imponer la pena, y que, de por sí, es un proceso deficiente. Además, según la información sobre el actual estado de salud mental de Nagaenthran, los años de reclusión parecen haber afectado gravemente a su función cognitiva.
Las medidas de ajuste requeridas por el derecho internacional y por las directrices sobre el acceso a la justicia para las personas con discapacidad todavía no se habían integrado en los procedimientos de Singapur en 2009, momento de la detención de Nagaenthran. Dichas medidas también podrían haberle evitado la condena a muerte, y deberían aplicarse retroactivamente para impedir una terrible injusticia. No hay evidencia de que la amenaza de ejecución sea más disuasoria frente al delito que la cadena perpetua; así lo han confirmado múltiples estudios, incluidos los realizados por la ONU en todo el mundo. Singapur, que habitualmente ocupa las primeras plazas de los índices globales de calidad de vida, está muy a la zaga en cuanto al sentimiento mundial contra la pena capital. Actualmente, la mayoría de los Estados del mundo han abolido este castigo cruel en la ley para todos los delitos. La cifra de Estados que han votado a favor de de las resoluciones de la Asamblea General de la ONU que piden una moratoria de las ejecuciones ha aumentado de manera constante, de 104 en 2007 a 123 en la votación más reciente, en diciembre de 2020.
La tendencia también ha estado cambiando en la región de Asia y Oceanía, donde 20 países han abolido la pena de muerte para todos los delitos y otros 8 países son abolicionistas en la práctica. En 2020, 6 países de Asia y Oceanía llevaron a cabo ejecuciones; la cifra más baja desde que Amnistía Internacional empezó a llevar registros.
Entre los Estados miembros de la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (ASEAN), sólo 5 países de la región —Indonesia, Malasia, Tailandia, Singapur y Vietnam— han realizado ejecuciones en el periodo 2016-2020, Indonesia no ha llevado a cabo ejecuciones desde 2016 y Malasia ha estado aplicando una moratoria oficial de las ejecuciones desde 2018.
Las autoridades de Singapur deben detener inmediatamente los planes de ejecución de Nagaenthran y establecer una moratoria de todas las ejecuciones como primer paso fundamental. Tras un clamor global, la vida de un hombre condenado a muerte y la reputación de Singapur en materia de derechos humanos, incluido su trato a las personas con discapacidad, están en juego. Si los tribunales no actúan, los líderes y lideresas de Singapur deben estar preparados para hacerlo. Durante los 18 años que lleva en el poder, el gabinete del primer ministro Lee Hsien Loong no ha aprobado ni una sola orden para la concesión de un indulto por parte de la presidenta. No obstante, si hay un momento para hacerlo, es ahora.
Rachel Chhoa-Howard es investigadora de Amnistía Internacional sobre Asia Suroriental