Estamos atravesando la peor crisis humanitaria desde la 2da Guerra Mundial. Son más de 100 millones las personas que se ven forzadas a huir de sus hogares para escapar de conflictos armados y de la persecución política en todo el mundo. Alrededor de la mitad son niños y niñas, que muchas veces se quedan sin familia que los contengan.
Huir no sólo es una decisión dolorosa para esas miles de familias que deben abandonar todo lo que conocen y aman -como su hogar, su trabajo, sus afectos y sus tierras- para ponerse a salvo de la violencia: esta circunstancia implica un riesgo de vida para la enorme mayoría de las personas desplazadas porque deben transitar por rutas peligrosas donde se exponen a la extorsión, la violencia institucional, secuestros, abusos sexuales y situaciones que profundizan su vulnerabilidad.
No se trata de cifras estadísticas ni de problemas lejanos: desde Siria hasta Sudán, de Afganistán a la frontera de EE.UU, la emergencia humanitaria atraviesa a los continentes y hemisferios, y cada día que transcurre las tensiones originan nuevos conflictos armados, poniendo en peligro la vida de millones de mujeres, niños y familias enteras que necesitan un lugar seguro donde reconstruir su vida.
Pese a la vigencia de tratados y leyes que reconocen sus derechos, los Estados no protegen a las personas refugiadas, y lo que es más grave, destinan cada vez más recursos para impedir su entrada a los países y para ejercer un control represivo vulnera los derechos de los refugiados y favorece su estigmatización.