“Una de las muchas cosas buenas del gran acuerdo comercial que acabamos de firmar con China es que nos acercará más en muchos otros aspectos. Ha sido fantástico trabajar con el presidente Xi, un hombre que realmente ama a su país. ¡Esto no es más que el comienzo!”
Este optimista tuit que el presidente Donald Trump publicó en enero de 2020 no fue, por desgracia, el preludio de un productivo año de colaboración entre las dos mayores economías mundiales, sino que, por el contrario, precedió a un nuevo mínimo de las relaciones entre Estados Unidos y China que ha tenido consecuencias mundiales catastróficas.
Trump dice que no habla con el presidente Xi “desde hace mucho tiempo” en medio de las tensiones de una pandemia a la que se refiere habitualmente como “el virus chino”. Y mientras las dos superpotencias intercambiaban insultos mezquinos, no se han ocupado como debieran de dos de las mayores crisis a las que se enfrenta actualmente el mundo: la reducción de la deuda y la crisis climática.
Es necesaria una cancelación de la deuda a largo plazo para atenuar el desastre causado por el virus.
Las consecuencias económicas de la pandemia de COVID-19 han sido especialmente abrumadoras para los países en desarrollo, que ya estaban endeudados y ahora necesitan apoyo urgente. En abril de 2020, los países del G20, incluidos Estados Unidos y China, acordaron una moratoria del pago del capital y los intereses de la deuda de 76 de los países más pobres del mundo entre mayo y diciembre de 2020, en un programa conocido como Iniciativa de Suspensión del Servicio de la Deuda (DSSI, por sus siglas en inglés). Pero dada la ruina económica y social a la que se enfrentan estos países, ocho meses de moratoria no parecen en absoluto suficientes.
Para empeorar las cosas, los préstamos comerciales —los acreedores privados que esperan que se les reembolsen los préstamos— quedaron fuera de este alivio temporal del reembolso y, debido a la falta de transparencia de Pekín a la hora de desvelar las condiciones, la cuantía y los receptores de los préstamos y subvenciones que concede, no esta clara la verdadera magnitud y naturaleza de su actividad crediticia.
Lo que sí sabemos es que Estados Unidos y China son los principales prestadores bilaterales a países en desarrollo, con 394,6 mil millones y 354,3 mil millones de dólares estadounidenses, respectivamente, concedidos entre 200 y 2014. Ambos países pueden —y deben— hacer más para aliviar la crisis económica y humanitaria que ha supuesto la COVID-19 en los países menos preparados para enfrentarse a ella (especialmente dado que muchos de estos países son reacios a solicitar proactivamente medidas de alivio de la deuda porque el efecto negativo que esto pueda tener en su calificación crediticia). Sin embargo, por desgracia ni Estados Unidos ni China han mostrado ninguna disposición a reabrir el proceso de alivio de la deuda, y menos aún a estudiar una actuación concertada sobre la cancelación a largo plazo, una necesidad vital en la actualidad.
Es poco probable que Pekín se comprometa públicamente a condonar la deuda en la que se basa la Iniciativa de la Franja y la Ruta, su gran proyecto de influencia e infraestructuras. China prefiere concertar y renegociar acuerdos de préstamo en conversaciones bilaterales a puerta cerrada. Mientras tanto, Estados Unidos y las instituciones financieras internacionales sobre las que ejerce gran influencia, como el Banco Mundial, tampoco están muy dispuestas a proporcionar un alivio que sospechan que se utilizará para devolver deudas comerciales a China. Al mismo tiempo, China ha cuestionado la eficacia de la DSSI sin la participación del Banco Mundial. China por un lado, y las instituciones de financiación de influencia estadounidense por otro, se enfrentan a un dilema: la actuación inadecuada de una de las partes pone a la otra en situación de desventaja.
Este equilibrio, en un difícil momento histórico como en el que nos encontramos, es demasiado importante como para que se vea comprometido por cálculos políticos. Es hora de que ambas partes sirvan de ejemplo a otros gobiernos prestamistas y aprovechen más su capacidad de influir en acreedores privados.
Por este motivo Amnistía Internacional insta a China, Estados Unidos y todas las entidades crediticias bilaterales a que cancelen, en 2020 y 2021, todos los reembolsos de deuda externa soberana de todos los países que necesiten ese alivio para responder a la pandemia de COVID-19 o recuperarse de ella.
Si Estados Unidos y China marcan la pauta, otros sin duda los seguirán.
Las iniciativas globales sobre el clima, en deteriorio
Y no deben detenerse ahí.
La pandemia ha puesto de relieve la importancia de comprender las extraordinarias amenazas que provoca la sobreexplotación humana de los recursos naturales. Esto supone desarrollar un plan de recuperación transformador tras la COVID-19 que gire alrededor del clima y los derechos humanos y deje atrás la economía basada en los combustibles fósiles.
Y sin embargo, tanto China como Estados Unidos, los dos mayores emisores de carbono del mundo, están distanciándose irresponsablemente del Acuerdo de París.
En un momento en el que es necesario mantener el aumento de la temperatura media global por debajo de 1,5°C para evitar efectos irreversibles en los derechos humanos y el medioambiente, Climate Action Tracker ha indicado que las actuaciones de China contribuyen a una trayectoria que aumentará las temperaturas globales entre 3 y 4°C. China es el país que más apoya las nuevas inversiones en emisión de carbono: más del 70% de las centrales eléctricas mundiales alimentadas con carbón están apoyadas por bancos chinos.
La administración Trump, que se ha retirado del Acuerdo de París y que incluso niega que el cambio climático exista, defiende firmemente los combustibles fósiles y su trayectoria podría aumentar las temperaturas globales más de 4°C.
Actuar adecuadamente respecto al cambio climático será casi imposible sin un fuerte liderazgo y una actuación concertada de estas dos superpotencias. Cada vez hay más pruebas de que las temperaturas globales están aumentando a niveles de “la peor de las situaciones posibles”, y el futuro del planeta, y de la economía mundial, dependen de que Pekín y Washington colaboren en vez de enfrentarse.
Aunque esta aspiración puede sonar poco realista en medio del discurso tóxico actual, recientemente surgió un rayo de esperanza cuando el ministro de Asuntos Exteriores chino Wang Yi presentó un marco para volver a encarrilar las relaciones entre Estados Unidos y China. Ambas partes deben sentarse a negociar antes de la cumbre del G20 de noviembre, sea cual sea el resultado de las elecciones que se celebran ese mes en Estados Unidos, y poner el alivio de la deuda y el cambio climático en los primeros lugares de su agenda antes de que sea demasiado tarde.