Lo que nos une es siempre mayor que lo que nos divide.
Sin embargo, las fuerzas de la división parecen estar tomando impulso en todo el mundo. Muros que se levantan a lo largo de las fronteras, odio y miedo acumulándose dentro de las poblaciones y entre ellas, y leyes represivas que socavan las libertades básicas.
La manifestación más reciente de esta preocupante tendencia, la campaña de las elecciones estadounidenses, ha tenido una enorme repercusión en todo el mundo.
Donald J. Trump será el próximo presidente de Estados Unidos, después de haber hecho campaña con un estribillo constante de misoginia y xenofobia.
Desde las elecciones, el mundo intenta asimilarlo, aunque todavía no se ha profundizado en sus implicaciones.
El hecho que el presidente electo de una de las naciones más poderosas del mundo haya lanzado una plataforma política que promueve el odio y amenaza con rechazar numerosas garantías básicas de derechos humanos hace que el desafío sea inmensamente mayor para el activismo de derechos humanos en particular, ya asediado y calificado de “indeseable” en muchos países.
También subraya el mensaje de que el movimiento mundial de derechos humanos debe buscar un terreno común con quienes se sienten tan abandonados que han encontrado una vía de expresión política arremetiendo contra otras personas en sus comunidades y países, con frecuencia las más vulnerables.
Muchos de sus miedos y preocupaciones están justificados, y los dirigentes pueden contribuir a disipar esa inquietud adoptando políticas que garanticen los derechos humanos, la igualdad y la dignidad para todas las personas, en lugar de buscar la división.
Observada con horror por muchas personas en todo el mundo, la campaña de Trump se formuló en términos de “las personas frente al sistema”, pero se convirtió en una cámara de resonancia para la expresión del miedo y la indignación de la sociedad.
El mundo ya lo ha vivido otras muchas veces. Ya hemos visto cómo la retórica de la división conduce por un mal camino: se criminalizan las voces disidentes y se cometen actos despiadados de violencia, acoso y discriminación que afectan sobre todo a la población desfavorecida.
La retórica del presidente Obama a menudo estuvo muy por encima de la realidad de su formulación de políticas, y ocultó la continuidad —y, en algunos casos, el empeoramiento— de las violaciones de derechos humanos cometidas por Estados Unidos dentro y fuera de su territorio, como el incremento de la venta de armas a Arabia Saudí a pesar de las pruebas de que tales armas se han utilizado para cometer violaciones de derechos humanos graves y sistemáticas en Yemen, o la expansión de la campaña de ataques con drones dirigida por la CIA prácticamente sin responder ante nadie.
Aún no sabemos cómo afectará el sello particular del presidente electo Trump en materia de relaciones internacionales a una situación mundial de los derechos humanos ya precaria pero, si traslada a la política su venenoso discurso en campaña, las repercusiones serán graves y de largo alcance.
La victoria de Trump sin duda dará alas a líderes de todo el mundo que basan su política en sembrar el miedo, tanto si están ya el poder como si se postulan para estarlo.
En materia de antiterrorismo y seguridad nacional, la retórica de Trump es muy peligrosa. Si nos guiamos por las promesas que hizo en campaña, es probable que su gobierno debilite la posición de Estados Unidos en relación con normas establecidas, como la prohibición de la tortura. Mientras, amenaza con prolongar o expandir las extralimitaciones actuales, como los amplios programas ilegales de vigilancia masiva que salieron a la luz durante el gobierno de Obama.
Si las decisiones políticas de Trump se corresponden con sus declaraciones sexistas los derechos de las mujeres recibirán un golpe bajo, y tampoco la xenofobia y el racismo que ha defendido auguran nada bueno respecto al trato de inmigrantes y minorías. Es previsible un retroceso en el reasentamiento de las personas refugiadas en Estados Unidos, que supondrá un aumento de la presión sobre los países pobres que ya acogen a la gran mayoría de los refugiados del mundo.
Su retórica antimusulmana podría envalentonar a quienes instigan el odio y fomentar los ataques y la discriminación, dentro y fuera de Estados Unidos, lo que tendría efectos en cadena muy dañinos para los miembros de muchas minorías religiosas. Además, podría servir de herramienta de reclutamiento a los grupos armados que explotan esas divisiones para sus propios fines.
Y la probable retirada de Estados Unidos del sistema mundial de derechos humanos podría debilitar aún más las salvaguardias internacionales básicas que también protegen a las personas en Estados Unidos.
Es un panorama funesto.
Pero el futuro no tiene que ser así. En nuestro trabajo por todo el mundo hemos visto cómo las personas, incluso en situaciones de gran adversidad, pueden confluir, dialogar y movilizarse para conseguir cambios positivos basados en los derechos humanos.
El miedo y el odio no tienen por qué ganar la partida; pueden ser catalizadores del cambio. Y resulta esperanzador que la mayor parte de la población estadounidense y del mundo apoye la igualdad, la dignidad, la libertad para todas las personas... En definitiva, los valores fundamentales que apuntalan los derechos humanos. Son principios demasiado valiosos para desecharlos, y su protección es demasiado frágil para descuidarla.
No será fácil detener el avance del odio y el miedo. Pero los principios rectores de la conciencia y los derechos humanos han demostrado en el pasado su potente efecto motivador. Martin Luther King, Jr., gran líder de los derechos civiles, dijo:
“El arco del universo moral es largo, pero se curva hacia el lado de la justicia”.
Gracias a la lucha decidida del activismo de derechos humanos durante décadas se han logrado importantes avances, con frecuencia en situaciones de gran adversidad. Debemos seguir en la lucha. Para las personas a quienes nos preocupan profundamente la libertad y los derechos humanos, el reto que define nuestra época es buscar un terreno común que permita superar las divisiones.
De Salil Shetty, Secretario General de Amnistía Internacional