Abusos y miedo: Mujeres trans hablan sobre la vida en las prisiones de Nicaragua durante la COVID-19
Una campaña de hostigamiento y ataques a manos del gobierno de Daniel Ortega ha condenado a quienes ejercen el activismo de derechos humanos en Nicaragua a vivir con miedo. Para las mujeres trans, las cosas son infinitamente peores. El estar encarceladas con hombres y tener un acceso extremadamente limitado a la atención médica y a medicación que puede salvarles la vida es sólo el principio de la larga lista de abusos que sufren a diario.
Pocas cosas dan más miedo a quienes ejercen el activismo de derechos humanos en Nicaragua que terminar entre rejas, enfrentándose a cargos falsos, en una de las decrépitas y saturadas prisiones del país, donde se reporta acoso y abusos por parte de reclusos y guardias.
Para las mujeres trans, ese miedo es aún más profundo. Para ellas, el encarcelamiento significa ser recluidas en pequeñas celdas junto con hombres, donde temen ser atacadas a causa de su activismo y su identidad de género.
Eso es exactamente lo que le está sucediendo a Celia Cruz, mujer trans y activista de derechos humanos de Ometepe, una isla en el lago Cocibolca, en el sur de Nicaragua.
La abogada de Celia relató que su clienta fue detenida junto con otras personas activistas el 21 de abril, después de haber retransmitido un vídeo en el que se veía a la policía reprimiendo violentamente a un grupo de personas que conmemoraban el segundo aniversario del inicio de las protestas nacionales contra los cambios introducidos en el sistema local de seguridad social en 2018. Según la abogada de Celia, ésta fue acusada de secuestrar a uno de los agentes.
Meses después, los familiares de Celia denunciaron que continúa recluida en una pequeña celda junto con seis hombres y con acceso limitado a agua, alimentos y medicinas en una prisión en la que las medidas de protección contra la pandemia de COVID-19 no son más que una quimera.
La historia de Celia es una dolorosa ilustración de cómo es la vida para las mujeres trans que se atreven a alzar la voz contra el gobierno en Nicaragua.
Castigar la disidencia
La familia de Celia afirma que ésta había sido hostigada y amenazada unos días antes de la detención. Creen que era una manera de castigarla por participar en varias protestas contra las políticas gubernamentales.
Cuando unos agentes de policía le dijeron el 21 de abril que el director de la policía local quería hablar con ella, Celia accedió a ir. No sabía que estaba siendo detenida.
Tras pasar más de una semana en El Chipote, una comisaría de policía en la capital de Nicaragua, Managua, tristemente famosa por los abusos que sufren allí quienes ejercen el activismo de derechos humanos, Celia compareció ante un juez, donde fue acusada de una serie de delitos, entre ellos el de secuestro.
Yonarqui Martínez García, abogada del equipo legal que defiende a Celia, afirma que, pese a la falta de pruebas de que se hubiera llevado a cabo ningún secuestro, el juez la declaró culpable, el 21 de julio, de “secuestro extorsivo”, un delito que puede ser castigado con una pena de 11 años. En el momento de redactar este artículo, Celia seguía esperando la condena.
“Lo único que la condenó fue haber estado con su celular en la mano y haber denunciado lo que estaba pasando en la isla de Ometepe, cómo la policía nacional agredió a los ciudadanos”, asegura Martínez García.
La historia de Celia no es insólita. Las organizaciones locales de derechos humanos afirman que el gobierno de Ortega está recurriendo a acusar a activistas de derechos humanos de delitos tales como el secuestro o el tráfico de drogas en un intento de desacreditarlas e impedir su activismo.
Desde que en abril de 2018 miles de personas participaron en decenas de protestas contra las reformas del sistema de seguridad social, las autoridades nicaragüenses lanzaron un contraataque que parecía concebido para silenciar todas las formas de oposición.
Para final de 2019, al menos 328 personas habían muerto en el contexto de las manifestaciones, la mayoría a manos de las fuerzas de seguridad y otros grupos progubernamentales; además, miles habían resultado heridas y cientos habían sido detenidas arbitrariamente. La alta comisionada de las Naciones Unidas para los derechos humanos calcula que a casi 100.000 personas no les quedó más opción que abandonar el país ante el temor por lo que pudiera pasar. Muchas aún no pueden regresar a sus hogares.
Pero la represión no ha terminado. Activistas de derechos humanos, familiares de manifestantes en la cárcel, periodistas e incluso profesionales de la salud que apoyaban las protestas han denunciado haber sufrido acoso y ataques.
Organizaciones de la sociedad civil estiman que más de 80 activistas permanecen entre rejas por cargos de motivación política. Una de esas personas es Celia, que permanece recluida en el complejo penitenciario Jorge Navarro, una penitenciaría para hombres conocida como “La Modelo”.
La Modelo
Victoria Obando, mujer trans y activista de derechos humanos, dice que aún recuerda el terror que la inundó en agosto de 2018, cuando la llevaron a la infame prisión.
Victoria fue detenida violentamente en la ciudad occidental de León después de participar en una de las numerosas protestas antigubernamentales que se estaban organizando en todo el país.
“Nos dijeron que nos iban a arrestar por la situación que estaba teniendo lugar en el país”, cuenta.
Tras pasar 10 días en una comisaría de policía, en una pequeña celda compartida con varios hombres, compareció ante un juez y fue acusada de terrorismo y tráfico de armas, entre otros cargos.
“No lo podía creer”, dice. “Cuando estaba en el camión y nos dimos cuenta que íbamos de camino a La Modelo pensé que mi vida se terminaba ahí. Me llené de miedo, nunca había estado en una cárcel.”
La Modelo es la prisión más grande y más antigua de Nicaragua, y uno de los destinos principales para las personas castigadas por su activismo.
El centro tiene capacidad para 2.400 personas pero, en 2013, la última vez que se publicaron cifras oficiales, ya albergaba a casi el doble (unas 4.600 personas), según un informe de la organización local Centro Nicaragüense de Derechos Humanos (CENIDH).
Profesionales del derecho y familiares de personas encarceladas allí hablaron a Amnistía Internacional de las terribles condiciones de reclusión, que incluían un grave hacinamiento, falta de agua potable y un acceso prácticamente inexistente a medicinas.
Las mujeres trans sufren privaciones particulares; entre otras cosas, les niegan el acceso a su ropa, utilizan los nombres de sus actas de nacimiento (en lugar de los actuales) y pronombres masculinos para referirse a ellas, las acosan sexualmente y les niegan el acceso a medicinas esenciales para salvar la vida.
“Las personas trans sufrimos una particular forma de represión en la cárcel por ser trans, por ser visibles. Conmigo la cizaña fue en no hacerme llegar mis utensilios personales, desde ropa para estar vestida todo el tiempo [hasta] jabón, afeitadora, ropa íntima...”, cuenta Victoria. “Estar en una celda con hombres fue horrible. Parte de las enfermedades que tuve fue porque sólo tenía un uniforme y yo no me lo quería quitar [para lavarlo] por no desnudarme.”
Cuando Victoria fue encarcelada, había activistas en las mismas celdas o bloques. Sin embargo, recientemente, en lo que abogados y abogadas afirman que es una estrategia para castigar aún más la disidencia e impedir que las personas activistas se organicen, las separan y las recluyen con otros presos. Este es el caso de Celia.
La abogada de Celia, Martínez García, dice que se dieron cuenta de que Celia recibía un trato diferente desde el principio.
“Hay mucha discriminación”, cuenta. “Celia constantemente se vive quejando del maltrato de parte de los custodios y la discriminación descomunal por el hecho de ser trans. La insultan, se burlan de ella. Las mujeres trans viven mucha tortura psicológica dentro de los penales.”
En los últimos meses, la situación ha empeorado, según afirma la abogada, y Celia ha sido amenazada por algunos compañeros de celda. “Es una mujer muy empoderada que siempre protege los derechos de todos. Ella ha sido amenazada de muerte porque estaba defendiendo a otro activista preso que estaba siendo golpeado.”
Escasez de medicinas
Las mujeres trans, y las personas LGBTI en general, se enfrentan a grandes desafíos en Nicaragua.
Braulio Abarca, abogado de derechos humanos y miembro del Colectivo Nicaragua Nunca Más, afirma que parte del problema reside en la falta de normativas que protejan a estos colectivos frente a la discriminación y los delitos de odio.
“En Nicaragua no existe una ley de identidad de género ni de crímenes de odio. En 2007 se incluyó un artículo (en el Código Penal) que agrava las penas por delitos de odio. Pero aunque existe, el artículo no se aplica en la práctica”, explica.
La arraigada discriminación que subyace tras la falta de legislación para proteger a las mujeres trans se ve también ilustrada por la escasez de medicinas en las prisiones. Para muchas mujeres trans que están recibiendo terapia de reemplazo hormonal, esto puede ser un castigo especialmente duro.
Victoria cuenta que conoció a otras mujeres trans en La Modelo a las que negaban el tratamiento médico. Entre ellas se encontraba otra activista que compartió celda con Victoria durante cinco meses.
Ella estaba pasando momentos muy traumáticos en relación a la situación de su corporalidad, de su alimentación. Estaba llevando una dieta regulada con un endocrinólogo y un nutricionista para la situación de su cuerpo y necesitaba hacer su visita médica para medirse la presión, necesitaba un psicólogo para hablar, pero nada de lo que solicitábamos se concedía a pesar que teníamos una orden de un juez”, recuerda Victoria.
También contó que a las personas que viven con el VIH se les negaba a menudo el acceso a medicación necesaria para salvarles la vida, o se les proporcionaba esa medicación irregularmente. Esto resulta especialmente preocupante en el contexto de la pandemia de COVID-19. El Programa Conjunto de las Naciones Unidas sobre el VIH/SIDA (ONUSIDA) ha advertido de que las personas que viven con VIH pueden correr un mayor riesgo de sufrir síntomas más graves si se contagian de COVID-19.
“Yo solicité en más de dos ocasiones ir a un centro médico a hacerme la prueba del VIH pero nunca me dieron el permiso. Eso es grave porque hay personas que son violadas, hay personas que se hacen pareja de los carceleros y no permiten el ingreso de condones. El tema de la prevención del VIH es un tema muy importante a tratar en las cárceles.”
Desde que estalló la pandemia de COVID-19, la preocupación ha corrido como la pólvora. Martínez García afirma que Celia, que sufre hipertensión, le dijo que tenía tos, fiebre y dolor de cuerpo.
“Le solicitamos al juez en varias oportunidades que tuviera acceso a un médico y no se lo proporcionaron. Ella siempre se queja de dolor. Ella es hipertensa crónica, necesita sus pastillas y no se las dan”, explica.
“El COVID-19 ha sido utilizado como un arma para los activistas presos”, añade la abogada. “Muchos se han contaminado por el descuido de los custodios y el gobierno, el hacinamiento y la falta de agua potable. No les hacen pruebas para que no haya evidencia, pero las cárceles están plagadas de esa pandemia.”
En lo que algunas personas vieron como un intento de hacer frente a las crecientes críticas por la actitud de las autoridades, que parecían restar importancia al impacto de la pandemia, entre abril y mayo el gobierno de Nicaragua ordenó la puesta en libertad de 4.515 personas, entre ellas personas mayores y personas con enfermedades crónicas. Otras 1.605 personas fueron excarceladas de nueve prisiones a mediados de julio.
Pero no fue hasta el 14 y 15 de julio cuando las autoridades anunciaron la excarcelación de tan sólo cuatro de las personas activistas detenidas, según la información procedente de medios de comunicación y organizaciones locales.
En la actualidad sigue habiendo más de 80 personas entre rejas como castigo por su activismo político. Una de ellas es Celia, que no entró en la lista de personas liberadas.
El doctor Jeremy Cruz, médico que proporciona atención médica a mujeres trans, afirma que suspender el tratamiento de reemplazo hormonal a las personas encarceladas puede tener graves consecuencias.
“La persona deja de vivir con las características sexuales secundarias que quería cambiar y se incrementa la ansiedad, el consumo de sustancias y la depresión —explica—, lo cual puede desencadenar en mayores tasas de suicidio.”
La pandemia empeora mucho más la situación, especialmente para quienes viven con VIH, que podrían no tener acceso completo a su tratamiento y encontrarse en una situación mucho más vulnerable.
“Cada vez que se suspende la medicación, el paciente podría sufrir las consecuencias y luego requerir un tratamiento mucho más complejo, lo que generaría el riesgo de que creara resistencia a los retrovirales y pondría su vida en peligro”, explica Cruz.
Ante la perspectiva de que Celia contrajera la COVID-19, su abogada exigió que las autoridades la enviaran a casa. Sin embargo, continúa entre rejas. Mientras tanto, siguen recibiéndose informes de detenciones arbitrarias, y las autoridades nicaragüenses siguen llenando las prisiones de personas que se atreven a alzar la voz contra las políticas gubernamentales.
Incluso cuando las ponen en libertad, el acoso contra las personas activistas en la Nicaragua de Ortega no cesa. Victoria, que fue excarcelada en junio de 2019 como parte de una ley de amnistía, asegura que aún tiene que ocultarse en los lugares públicos, pues tiene miedo.
“Yo a veces me siento igual de presa. Salir es a veces una cuestión de disfrazarse, andar con gorra, con gafas, que no se pueda mencionar mi nombre porque siempre está el miedo latente de ser identificada como oposición”, dice.
“Siento que no soy parte de esta sociedad, que se me quitó el derecho a ser nicaragüense. Es una condena demasiado injusta.”