Irán: Dos kurdos, ejecutados en un contexto de creciente uso de la pena de muerte como arma de represión

 

Se está produciendo una alarmante escalada del uso de la pena de muerte contra manifestantes, disidentes y miembros de grupos minoritarios en Irán, según ha manifestado hoy Amnistía Internacional a raíz de la ejecución el 13 de julio de dos kurdos en la prisión de Urmía, provincia de Azerbaiyán Occidental. Diaku Rasoulzadeh y Saber Sheikh Abdollah habían sido declarados culpables y condenados a muerte en 2015 a partir únicamente de “confesiones” hechas presuntamente bajo tortura y pese a existir pruebas abrumadoras que apuntan a su inocencia.

Unas horas después de la ejecución, un funcionario judicial anunció que se habían confirmado las condenas a muerte de tres hombres jóvenes impuestas en relación con las protestas contra el sistema de noviembre de 2019. Además, al menos cinco presos de la minoría kurda de Irán y otros tres de la minoría árabe ahwazí de Irán corren peligro de ser ejecutados. Otro kurdo continúa sometido a desaparición forzada, y se cree que ha sido fusilado en secreto.

Diaku Rasoulzadeh y Saber Sheikh Abdollah son las víctimas más recientes del sistema de justicia penal gravemente defectuoso de Irán, que se basa sistemáticamente en pruebas falsas, entre ellas ‘confesiones’ obtenidas bajo tortura y otros malos tratos, para dictar sentencias condenatorias. 

Diana Eltahawy

Amnistía Internacional pide a la UE y sus Estados miembros que intervengan con urgencia para salvar la vida de las personas que corren peligro de ser ejecutadas e insta a Irán a dejar de usar la pena de muerte para sembrar el miedo y silenciar a la oposición política.

“Diaku Rasoulzadeh y Saber Sheikh Abdollah son las víctimas más recientes del sistema de justicia penal gravemente defectuoso de Irán, que se basa sistemáticamente en pruebas falsas, entre ellas ‘confesiones’ obtenidas bajo tortura y otros malos tratos, para dictar sentencias condenatorias. Utilizar las ejecuciones como instrumento para instigar el miedo y mantener un férreo control sobre la sociedad es de una crueldad sin límites”, afirmó Diana Eltahawy, directora regional adjunta de Amnistía Internacional para Oriente Medio y el Norte de África.

“La pena de muerte es siempre una pena cruel e inhumana. Las numerosas deficiencias y la falta absoluta de pruebas creíbles que empañan la causa de estos dos hombres ponen aún más de manifiesto el horror de su ejecución.”

A Diaku Rasoulzadeh y Saber Sheikh Abdollah, de poco más de 20 y 30 años respectivamente, los sacaron de sus celdas en la prisión de Urmía el 13 de julio. Según información filtrada desde la prisión, los funcionarios penitenciarios les dijeron de forma engañosa que el Tribunal Supremo había anulado sus condenas a muerte y que iban a sacarlos de la prisión para volver a enjuiciarlos. En lugar de eso, los funcionarios penitenciarios los trasladaron a celdas de aislamiento y, en la madrugada del día siguiente, los ejecutaron sin dar aviso previo a sus abogados.

La pena de muerte es siempre una pena cruel e inhumana. Las numerosas deficiencias y la falta absoluta de pruebas creíbles que empañan la causa de estos dos hombres ponen aún más de manifiesto el horror de su ejecución. 

Diana Eltahawy

Los dos hombres estaban en espera de ejecución desde 2015, cuando habían sido declarados culpables en relación con un ataque armado mortal perpetrado en 2010 en el que negaron reiteradamente haber participado. Su juicio fue manifiestamente injusto; el tribunal pasó por alto las coartadas sólidas de los hombres y se basó exclusivamente en “confesiones” presuntamente extraídas bajo tortura que, según sus abogados, les habían dictado funcionarios del Ministerio de Inteligencia y estaban plagadas de incoherencias.

Escalofriante aumento del uso de la pena de muerte

Estas últimas ejecuciones obedecen a un aumento escalofriante del uso de la pena de muerte por las autoridades iraníes con la intención aparente de intensificar el miedo y disuadir las protestas populares por el empeoramiento de la crisis política y económica en la que está sumido el país.

Unas horas después de las ejecuciones de Urmía, el portavoz de la Magistratura anunció que el Tribunal Supremo había confirmado las condenas a muerte impuestas a tres hombres jóvenes en relación con las protestas de noviembre de 2019 de Teherán. Y ello pese a la condena internacional generalizada y la indignación de la opinión pública.

Amirhossein Moradi, Mohammad Rajabi y Saeed Tamjidi también fueron sometidos a juicios manifiestamente injustos. El tribunal pasó por alto sus denuncias de tortura y otros malos tratos y se basó en las “confesiones” obtenidas de Amirhossein Moradi sin la presencia de abogados y, según informes, mediante palizas, descargas eléctricas y suspensión boca abajo, para declararlos culpables de “enemistad con Dios” (moharebeh) mediante la provocación de incendios y actos de vandalismo.

Los acusados negaron los cargos. Pero, aunque las acusaciones fuesen ciertas, la provocación de incendios y los actos de vandalismo no alcanzan el umbral de “los más graves delitos” —es decir, los que conllevan un homicidio intencionado— a los que el derecho internacional restringe la imposición de la pena de muerte.

Unos días antes, el 30 de junio de 2020, la Magistratura anunció que el disidente político y periodista Rouhollah Zam había sido condenado a muerte por “propagar la corrupción en la tierra” (efsad-e fel arz) a través de la gestión de un popular canal de noticias en las redes sociales conocido como AmadNews, al que las autoridades han acusado de incitar las protestas de diciembre de 2017 y enero de 2018. Durante los últimos meses, la televisión estatal ha retransmitido reiteradamente sus “confesiones” forzadas. Su apelación está pendiente de resolución ante la Corte Suprema.

El creciente uso de la pena de muerte como arma política de represión en Irán es alarmante y merece la atención inmediata de la comunidad internacional. Sin una actuación diplomática y pública urgente, existe el riesgo de que la máquina ejecutora del Estado iraní continúe segando vidas. 

Diana Eltahawy

Al menos tres presos condenados a muerte de la minoría ahwazí de Irán, a saber, Hossein Silawi, Ali Khasraji y Naser Khafajian, y cinco presos condenados a muerte de la minoría kurda de Irán a los que se había detenido por tener o parecer tener vínculos con grupos kurdos políticos de oposición armados, en concreto Heydar Ghorbani, Houshmand Alipour, Saman Karimi, Arsalan Khodkam y Mohayyedin Ebrahimi, corren peligro de ser ejecutados. Todos ellos fueron condenados a muerte en juicios manifiestamente injustos celebrados entre 2016 y 2020 y basados principalmente o exclusivamente en “confesiones” obtenidas sin la presencia de abogados y bajo tortura y otros malos tratos.

Otro preso kurdo condenado a muerte, Hedayat Abdollahpour, se encuentra sometido a desaparición forzada desde el 9 de mayo de 2020, mientras las autoridades se niegan a revelar la verdad sobre su ejecución secreta y a devolver su cuerpo a su familia. Un séptimo preso kurdo, Mostafa Salimi, fue ejecutado el 12 de abril de 2020 en la ciudad de Saqqez, provincia de Kurdistán. La ejecución se llevó a cabo poco después de que volviesen a capturarlo, en presunta represalia por su fuga de prisión a finales de marzo entre protestas y disturbios por la propagación de COVID-19 en las cárceles iraníes.

Amnistía Internacional teme que los presos condenados a muerte de minorías étnicas desfavorecidas de Irán corran especial peligro, dada la constante de ejecuciones de presos de estos grupos a manos de las autoridades ante la preocupación de que estallen protestas populares.

“El creciente uso de la pena de muerte como arma política de represión en Irán es alarmante y merece la atención inmediata de la comunidad internacional. Sin una actuación diplomática y pública urgente, existe el riesgo de que la máquina ejecutora del Estado iraní continúe segando vidas”, manifestó Diana Eltahawy.

Detalles sobre las ejecuciones más recientes en Urmía

Diaku Rasoulzadeh, Saber Sheikh Abdollah y un tercer hombre, Hossein Osmani, fueron detenidos por separado en Mahabad en 2014. A continuación fueron trasladados a un centro de detención en Urmía en el que estuvieron recluidos sin acceso a sus abogados y su familia y principalmente en régimen de aislamiento durante más de un año. Según afirmaron, durante este periodo los torturaron reiteradamente con técnicas como brutales palizas, flagelación, descargas eléctricas, humillación sexual, suspensión del techo y amenazas de detener a sus familiares para que “confesaran” que habían participado en el ataque armado de 2010 y viajado a Irak para recibir instrucción militar.

La Sección 1 del Tribunal Revolucionario de Mahabad, asignada a su caso, pasó por alto pruebas contundentes que demostraban que los tres hombres se encontraban en otro lugar en el momento del ataque, y no investigó las denuncias de tortura, ni siquiera después de que Hossein Osmani mostrase al juez las marcas en su cuerpo. Según información obtenida por Amnistía Internacional, funcionarios del Ministerio de Inteligencia habían amenazado a los hombres con nuevas torturas si en el juicio se retractaban de sus “confesiones”. Además, se les había hecho la falsa promesa de que si “cooperaban” se librarían de la pena de muerte.

En enero de 2017, el Tribunal Supremo anuló sus sentencias condenatorias y sus condenas por falta de pruebas y devolvió las causas para que se celebrase un nuevo juicio. Posteriormente, la condena a muerte de Hossein Osmani fue reducida a una pena de 30 años de prisión, pero Saber Sheikh Abdollah y Diaku Rasoulzadeh fueron condenados a muerte de nuevo en octubre de 2017. Sus condenas fueron confirmadas a continuación sin que se abordasen sus motivos de preocupación por la tortura y pese a la falta de pruebas creíbles, y sus solicitudes de indulto, reiteradamente rechazadas.

Amnistía Internacional se opone a la pena de muerte en todos los casos sin excepción, con independencia del carácter o las circunstancias del delito, de las características y la culpabilidad o inocencia del acusado y del método utilizado por el Estado para llevar a cabo la ejecución. La pena capital viola el derecho a la vida, proclamado en la Declaración Universal de Derechos Humanos.