La inversión de China en África no puede comprar el silencio de un continente
La pandemia de COVID-19 ha sacado en ocasiones lo mejor de la humanidad, pero otras veces ha puesto de manifiesto nuestras deficiencias. Por ejemplo, la donación masiva de equipo contra la COVID-19 que ha hecho China a África contrasta con el maltrato que han sufrido recientemente las personas migrantes africanas en la ciudad meridional china de Guangzhou.
Las imágenes publicadas en las redes sociales han mostrado cómo se ha obligado a personas portadoras presuntamente del coronavirus a desalojar hoteles y hospedajes y a dormir en la calle. En un vídeo aparecía un restaurante donde parecía haberse prohibido la entrada a las personas de raza negra.
Las autoridades se “ocuparon” en seguida de estos incidentes. China dijo que “no toleraba en absoluto la discriminación” y que estaba trabajando con las autoridades locales para “mejorar su método de trabajo”, pero al mismo tiempo hacia esfuerzos por desmentir las denuncias. Los líderes de África parecen haber aceptado la explicación.
Pero en la opinión pública africana en general, las escenas Guangzhou suscitaron indignación hasta extremos que no visto nunca antes en relación con este asunto. Y la gente está indignada no sólo por el racismo, sino también porque ve un desequilibrio fundamental en esta relación supuestamente encantadora.
No cuesta adivinar por qué los gobiernos africanos aplican una cuidadosa diplomacia en sus tratos con Pekín. China es la mayor nación acreedora del continente, y los lazos empresariales de su proyecto Franja y Ruta se extienden de Sudán a Sudáfrica. Pero en esta ocasión, esos gobiernos no sintonizan en absoluto con sus compromisos de derechos humanos ni con sus pueblos.
Las respuestas de los líderes africanos han sido tímidas o, peor aún, han dado la impresión de ser un intento de disculparse en nombre de China. Sudáfrica ha dicho que los incidentes fueron “ajenos a las excelente relaciones entre China y África”, y un ministro nigeriano ha afirmado que la actuación de la policía de Guangzhou estaba justificada. Sus comentarios se anunciaron después en los medios de comunicación chinos como “prueba” de que China no había hecho nada malo.
Sin embargo, cada vez es mayor la sensación de que estos incidentes no pueden olvidarse fácilmente. La semana pasada, la embajada de China en Zimbabue dijo que “es perjudicial informar con sensacionalismo de estos incidentes aislados”. Pero el racismo y la discriminación que sufren los ciudadanos y ciudadanas africanos en China no es nada nuevo. Al contrario, la razón primaria de la indignación africana es que estas granuladas imágenes de Guangzhou publicadas en las redes sociales son parte en un largo historial de xenofobia sistemática.
China gusta de afirmar que las relaciones con los Estados africanos son acuerdos “sin condiciones” que “benefician a ambas partes”, ya que Pekín proporciona infraestructura, tecnología y oportunidades a cambio de acceso a los recursos naturales.
Pero está claro que las personas desalojadas de sus hogares en Guangzhou y abandonadas luego por sus gobiernos no obtienen ningún beneficio cuando las relaciones diplomáticas ganan a los derechos humanos. Parece que el silencio de los líderes africanos sobre las violaciones de derechos humanos cometidas contra personas de sus países en China es el precio que están dispuestos a pagar para que continúe llegando financiación empresarial y asistencia médica.
Y el silencio se extiende más allá de Guangzhou. Del mismo modo que ningún país africano ha criticado públicamente a China por los abusos y violaciones de derechos humanos que sabemos que se cometen contra minorías étnicas en Sinkiang, a Pekín se le ha permitido menoscabar los derechos de los pueblos africanos cuando ha emprendido actividades empresariales en el continente.
En Amnistía Internacional hemos documentado el coste humano de la minería china en Mozambique y República Centroafricana, así como el papel de China en las cadenas de suministro del cobalto que menores de edad, además de personas adultas, extraen en República Democrática del Congo en peligrosas condiciones.
Lejos de ser “incidentes aislados”, si ahondamos más en esta relación vemos que la xenofobia es uno de los muchos problemas que acechan bajo la superficie. Ver barrer esta cuestión debajo de la alfombra aumenta entre la opinión pública africana la sospecha de que ni China ni sus propios gobiernos tienen en cuenta sus intereses, especialmente en cuestiones de negocios.
Para actuar como el líder mundial que cree ser, China debe asumir la responsabilidad de proteger los derechos humanos en su territorio y fuera de él. Pekín tiene que respaldar su compromiso de no tolerar en absoluto la discriminación, modificando su forma de tratar a las personas africanas tanto dentro como fuera de su territorio. Una buena manera de empezar sería indemnizar a las víctimas de los incidentes de Guangzhou, y no digamos ya pedirles las debidas disculpas.
En cuanto a los líderes africanos, deben ser tan valientes como sus ciudadanos y ciudadanas y exigir este cambio. Quizá crean que quedándose callados protegen los intereses económicos de sus países, pero lo cierto es que no hacen más que poner de manifiesto las deficiencias de esta frágil relación.
Deprose Muchena es director para África Oriental y Austral de Amnistía Internacional